Vox decidirá las elecciones del 28-A después de haberlas condicionado cada día desde que fueron convocadas. Un resultado atronador sin mayoría suficiente de la auténtica derecha fascista desangraría a Casado. Incluso, si obtuviera medio centenar de diputados totalitarios por la vía de nuevos votantes patrióticos y, por tanto, sin fundir totalmente los plomos al PP hasta podría dejar sin gobierno a la izquierda. En ambos casos, a Rivera, abandonado en su desesperación, solo le quedaría el diván del psiquiatra o rebajarse al perdón de Sánchez alegando pueriles razones de Estado para justificar su incomprensible alineamiento ideológico.

La ultraderecha se ha colado entre las cuatro paredes de la cocina política para desesperación de los valores democráticos y de la convivencia entre diferentes.

Jamás imaginó un día Santiago Abascal que pudiera llegar tan lejos y mucho menos quienes conocen los límites de su capacidad. Pero en esa España herida en su unidad patriótica por el interminable desafío catalanista, acribillada por la desigualdad social que favorece más la tentación de la xenofobia que la solidaridad, la apelación épica a la reconquista de los valores de la patria enardece esos valores franquistas que transitaban dormidos en los bajos fondos del PP. Los miles de jóvenes aquí y allí ondeando rojigualdas auguran un zambombazo en las urnas que marcará la suerte para mucho tiempo de la derecha trumpista.

Una tarde, mucho antes de su inconcebible defenestración como presidente autonómico y de su deplorable venganza política, Ángel Garrido admitió que “todos los hijos de los afiliados del PP de Madrid son hoy votantes de Vox”. Los últimos mítines le dan la razón. Todo un despiadado presagio de esa noche de cuchillos largos para colocar a Casado al pie de los caballos donde le esperan con sed de venganza legiones de dirigentes defenestrados y militantes desorientados. Una cruel derrota como penitencia de su calamitosa campaña, siempre prisionera de Vox. Solo un puñado de voluntaristas dirigentes del neoaznarismo creen como un auto de fe que tan previsible cataclismo atronará con menos fuerza.

Ahora bien, nadie se fía de los pronósticos, como si hubiera gato encerrado entre el pavor escénico de los encuestadores a patinar, las bolsas del silencio y las dudas del último minuto. Así es más fácil comprender la angustiosa llamada del PSOE al voto útil. Su candidato quiere asegurarse un respaldo que le permita librar sin tantas ataduras el posterior proceso de unas largas negociaciones de gobierno. Los socialistas no se fían de la polarización a la que se asiste porque entraña riesgos y mucho más después de que Iglesias aprovechara hábilmente las dudas suscitadas por el descolorido papel de Sánchez en los dos debates consecutivos.