Ene 2018 se cumplió el 50 aniversario de Mayo del 68, uno de los grandes mitos políticos de Francia. Extrañamente, no hubo ninguna celebración oficial por parte del Gobierno francés. El presidente Macron, que nació nueve años después de las protestas, no quiso agitar el mito rebelde del 68 en un momento en el que sus reformas económicas comenzaban a producir protestas en la calle. Se limitó a declarar que Mayo del 68 fue un momento histórico de confrontación con el poder, limitado a un momento que ya pasó.

Poco antes de terminar 2018, una protesta en la calle como la del 68 lo ha colocado ante su mayor crisis política. Una protesta contra el aumento de impuestos sobre los carburantes, difundida a través de las redes sociales -sin líderes ni colaboración directa de partido político alguno-, ha sido capaz de paralizar el país, provocando la mayor revuelta popular en Francia desde Mayo del 68. Un movimiento, que dos meses después de su inicio, a pesar de cierto debilitamiento, sigue movilizando sábado tras sábado a miles de ciudadanos en contra del gobierno.

En un principio, la campaña fue liderada por ciudadanos de las provincias y del mundo rural, junto a los residentes de las periferias de las capitales y los transportistas. Todos ellos sectores muy dependientes del uso del automóvil y muy sensibles al aumento del precio de la gasolina, que veían mermado su poder adquisitivo por un nuevo impuesto que les afectaba especialmente a ellos.

Lo que parecía el retorno de las cíclicas jacqueries del siglo XVI, es decir, las tradicionales revueltas de los campesinos contra los nobles de las ciudades, ha acabado generalizándose por todo el país, sumando a diferentes capas de la sociedad. Y lo que comenzó como una protesta de conductores, camioneros, y agricultores, ha ido sumando a nuevos protagonistas, como pensionistas, estudiantes, jóvenes y mileuristas.

De ahí que ya se hable de un Mayo del 68 de la clase media, o de una revuelta de las clases populares contra las élites del poder. Para ciertos expertos, la revuelta se enmarca en el ocaso de la clase media en occidente, que se siente cada vez más alejada de las élites económicas y políticas, y que entiende que éstas ya no se preocupan por ella.

Esta separación entre élites políticas y clases populares podría explicar también otra de las características más llamativas de los chalecos amarillos. Todo su inicio, desarrollo y organización se ha llevado adelante sin la implicación de partido político o sindicato algunos. Es más, el movimiento explícitamente rechaza la adhesión a cualquier ideología o movimiento político concreto. Una diferencia palpable con el 68, en el que fueron los intelectuales y los estudiantes muy ideologizados los líderes de las protestas.

Esta falta de ideología definida ha determinado, por una parte, su gran capacidad de movilización, ya que en su seno actúan ciudadanos de todas las orientaciones políticas, y, por otra parte, ha propiciado el continuo intento de Le Pen y Melenchon de atraer la protesta a sus posiciones políticas. Un intento que por ahora no ha tenido éxito, pero que, en todo caso, ha dado a la oposición un balón de oxígeno para atacar al Gobierno.

La ausencia de posicionamiento tanto en la derecha como en la izquierda política ha propiciado también la opinión de algunos analistas que califican a los chalecos amarillos como un movimiento de populismo puro. Al margen del significado peyorativo usual del término, el sentido técnico de populismo como estrategia política de división entre pueblo y élite sería claro, según estos, en este movimiento. El apoyo de Matteo Salvini y Luigi di Maio, primeras figuras del populismo de derecha e izquierda en Europa, parece apuntar a esta idea.

Pero independientemente de la interpretación que se haga del fenómeno como populista o no, lo que está claro es que la protesta está logrando claras victorias. En un primer momento logró que el gobierno diese marcha atrás respecto al impuesto que inició la protesta. Lejos de calmar los ánimos y disolver el movimiento, esta primera victoria hizo que la protesta adoptase nuevas demandas y se orientase claramente a poner en crisis el gobierno. El 10 de enero Macron volvió a intentar calmar la protesta con la subida del salario mínimo. Pero la marea, aunque con menos oleaje, sigue sin bajar.

Las protestas, que se creía que irían disminuyendo en intensidad con el paso del tiempo, continúan movilizando a miles de personas. La violencia de las manifestaciones en París, que se pensaba que desgastaría al movimiento, parece que está siendo controlada por los propios chalecos amarillos.

La represión sobre el movimiento, con detenciones y utilización de medios contundentes por la policía, además de no parar la protesta está comenzando a crear alarma por las lesiones graves sobre muchos manifestantes. Y la falta de organización y estructura del movimiento, junto a su indefinición ideológica, hace que el Gobierno no sepa con quién ni sobre qué debe negociar para parar las protestas.

Consulta al pueblo La última sorpresa ha sido la carta de Macron difundida a los franceses el 14 de enero, en el que abre un debate a escala nacional para devolver al pueblo la voz. La presentación de la consulta, en un pueblo rural de Normandía, constituye todo un gesto hacia los chalecos amarillos y esa Francia periférica que reivindican. Ese debate nacional, que durará dos meses, debe hacer surgir según sus palabras “un nuevo contrato para la nación”, cuyo objetivo será “transformar la cólera en soluciones”.

Para ello, lanza treinta preguntas sobre fiscalidad, gasto público, organización del Estado, servicios públicos, laicidad o inmigración. También habrá líneas rojas, ya que no está dispuesto a prescindir de todas las reformas llevadas adelante en su mandato. Las respuestas de los ciudadanos serán recogidas a través de internet y a través de los ayuntamientos. A partir de marzo, se organizarán conferencias ciudadanas para ir elaborando propuestas concretas.

Una iniciativa que ha asombrado pero que también para muchos expertos puede significar el final de Macron si no consigue reformas de gran calado. Una apuesta arriesgada que da idea del momento actual en el que se encuentra el presidente francés, incapaz de detener una protesta que pone en jaque directamente a su Gobierno y ante el que todas las estrategias han sido inútiles. Y en mayo vienen las cruciales elecciones europeas, en las cuales el proyecto europeísta de Macron se pondrá a prueba frente a los populistas euroescépticos.

Edgar Morin dijo que el Mayo Francés fue más que una protesta, pero menos que una revolución. Veremos en qué se quedan los chalecos amarillos, que ya se han convertido en algo más que una protesta, y quién sabe si serán capaces de forzar la dimisión de Macron. Desde luego ya han pasado a formar parte de la mitología política del pueblo francés junto al Mayo del 68 y han obligado a Macron a escuchar a los ciudadanos.

En 2017, Macron señalaba como respuesta a las protestas callejeras a su reforma laboral: “Creo en la democracia y la democracia no está en la calle”. Puede que tuviese razón al decir que la democracia no está en la calle, pero desde luego, lo que parece que ha aprendido gracias a los chalecos amarillos es que, para poder gobernar en democracia, a la calle hay que escucharla. Una dura lección para alguien que hace unos pocos meses respondía “todo iría mejor si no nos quejáramos tanto” a las quejas de unos jubilados por sus pensiones.

Camille Sée, político francés del siglo XIX, escribió una famosa frase sobre las lecciones de la historia. “Dicen que la historia se repite, lo cierto es que sus lecciones no se aprovechan”. Parece que Macron sí ha aprovechado la lección de los chalecos amarillos y ha tenido que escuchar las quejas de la calle en el 50 aniversario del Mayo francés. Veremos si consigue calmar la protesta en la calle durante el 2019, año del 230 aniversario del gran mito de la historia política francesa, la Revolución Francesa. La cual, por cierto, se inició por el aumento del precio del pan. ¿Otra lección de historia para Macron?