La enseñanza que se puede deducir de las elecciones andaluzas es que a estas alturas no solamente ha cambiado el escenario, sino que también ha cambiado el procedimiento. O sea, que el trámite previo a introducir el voto en la urna tiene muy poco que ver con la práctica que se consideraba habitual. Aún aferrados a los viejos métodos, los supuestos expertos de la demoscopia miden sus evaluaciones de acuerdo al impulso mediático, al discurso mitinero, a la logística partidaria. Siguen sin asomarse al termómetro real, que son las redes sociales, y la cagan. En esa misma línea de anacronismo, los políticos despistados se obstinan en mantener sus discursos de cartón piedra embistiendo contra el adversario. Luego, cuando la realidad confirma unas cifras heladoras, la primera y principal preocupación es buscar culpables, por supuesto ajenos a la propia incompetencia.
Comenzando con quien ha salido peor parada, Susana Díaz, que lleva años haciéndole el vudú al secretario general de su partido, le culpa de la hecatombe socialista por haber pactado con los independentistas. Claro, por algo los mensajes electorales se centraron en el procés como recopilación de todos los males. Ella, la candidata del PSOE, que no tenía ninguna duda de que repetiría en el cargo, ha competido en anticatalanismo con los líderes del PP, de C’s y de Vox en quién la decía más injuriosa contra Puigdemont, Torra y demás compañeros mártires. Este mensaje envuelto en la bandera del patriotismo, amplificado de manera cósmica en las redes que tan hábilmente manejan las cavernas fascistas y desarrollan los medios digitales guerracivilistas, traspasó el miedo a los electores andaluces a quienes se llegó a amenazar con la pérdida de las fuentes de financiación si Catalunya se iba.
Después de visto lo visto, miles de andaluces se echaron a la calle expresando su indignación por la irrupción inesperada de la extrema derecha. Más les hubiera valido que les explicasen en los mítines y los discursos la torpeza de la abstención, con la que ya estaba cayendo desde una derecha venida arriba. Aunque, para qué engañarse, a una buena parte de la población andaluza le importa bien poco quién fuera a mandar, y es aún mucho más numerosa la que rechaza décadas de despotismo socialista y no precisamente al servicio de los más necesitados. Una población que se ha sentido defraudada por las eternas promesas mientras siguen arreciando la precariedad, el paro, la miseria, la inmigración y la falta de futuro.
Ante este panorama desolador, es absolutamente injusto culpar al independentismo catalán del éxito de una derecha extrema, éxito que presagia tiempos aún peores. Lo infame ha sido responder a una reivindicación democrática y pacífica con un discurso frentista alimentado por un nacionalismo español arrogante y reaccionario envuelto en su bandera y en la soberbia de quien se sabe dueño del poder. La derecha extrema ha dado con la clave. El pretexto del independentismo catalán, con sus errores de planteamiento y su penoso desenlace, ha dado alas a lo más rancio del chauvinismo carpetovetónico, al retorno de las viejas banderas, a la chulería del “a por ellos” y hasta a la amenaza de acabar con cualquier vestigio de autogobierno en la quimérica España de las Autonomías. Y lo anuncian porque pueden, porque lo mismo les da arrear el artículo 155 a todo lo que se mueva que sacar los tanques a las Ramblas. Están crecidos, y más que lo van a estar.
¿Qué le queda a la izquierda española, aparte de preguntarse qué ha ocurrido para que cientos de miles de sus electores andaluces le hayan abandonado? De nada vale taparse las narices ante los 400.000 presuntos fascistas andaluces desfilando hacia la reconquista al paso de la oca, sin antes entender por qué ha ocurrido. O sin querer entenderlo, porque ello supondría reconocer el desgaste de la representación política y la falta de respuesta de los partidos ante las consecuencias de la crisis, aún no resuelta para amplios sectores de la sociedad.
La izquierda andaluza no se dio cuenta de que la derecha estaba frenéticamente movilizada. Y se quedó en casa, a la espera fatalista del desastre o, lo que es peor, convencida de que seguiría ganando, como siempre. Ahora, no se atreve ni a analizar por qué ha ocurrido. Es un sarcasmo que todavía se tenga en cuenta la opinión del expresidente Felipe González como si fuera un oráculo. Sobre todo cuando esa opinión se convierte en pura frivolidad celebrando que “ya somos europeos, ya tenemos nuestra extrema derecha”. Homologados gracias a Vox con la Europa moderna.