tegucigalpa - Elvin no asimila la pesadilla en la que se ha convertido su vida desde hace un año. “No entiendo cómo hemos pasado de tener una vida normal, rutinaria, a tener que andar huyendo como si fuéramos delincuentes”. El hombre lleva dos semanas escondido en una pequeña habitación de hotel junto a su esposa, Élida Maribel, y dos de sus hijos, de 17 y 8 años. La familia se vio obligada a abandonar su casa de la noche a la mañana por la amenaza de las maras (pandillas). “En este país, la gente trabajadora o está huyendo o está presa. Los delincuentes andan libres y las personas que trabajamos honradamente estamos encarcelados en nuestras propias casas”, reflexiona con voz triste.
Elvin está empezando a hablar después de un año de rehabilitación. Su objetivo es volver a caminar, pero su pronóstico es reservado. Será el tiempo el que determine su evolución. Hasta hace un año, “era un hombre normal”, vivía para el trabajo y su familia. Pero el 1 de diciembre, durante el conflicto por las irregularidades del último proceso electoral, todo se truncó. Cuando iba a trabajar, se encontró con una de las protestas. “En el momento que estaba regresando a la casa estaba el enfrentamiento entre los manifestantes y la policía militar. Ellos estaban disparando a bala viva a las personas de la protesta y una de las balas impactó en el torax de mi esposo. Él iba en motocicleta, se chocó con un árbol y quedó inconsciente”, relata la mujer, quien explica que “mi esposo todavía no puede expresarse bien”.
En un primer instante le dieron por muerto. “Lo llevaron a un hospital de emergencia y lo dejaron en una banca donde la gente espera. Cuando llegó mi hijo, le dijeron: lo sentimos, tu papá ya murió”, prosigue la mujer, que no puede contener las lágrimas. La intervención de su hermano fue la que le salvó la vida. “Fue un milagro que Dios nos dio”, llora la mujer.
La familia puso una denuncia en la fiscalía de derechos humanos de Tegucigalpa a través de la abogada Brenda Mejía, miembro del Equipo de Reflexión, Investigación y Comunicación de la Compañía de Jesús en Honduras (ERIC-SJ), pero el caso no avanza. Y, mientras, la vida de la familia ha dado un vuelco difícil de asimilar. “La única fuente de ingresos ahora soy yo. Hay veces que no hemos podido afrontar los gastos y hemos tenido que acudir a prestamistas. Cuando he estado con la soga al cuello, gracias a Dios ha estado Brenda”, agradece.
Élida Maribel trabaja en una máquina de costura de 6.40 a 17.00 horas y cobra 2.000 lempiras (unos 88 dólares) a la semana. “Tenemos un gasto fuerte, tenemos que pagar el taxi semanal para trasladar a mi esposo al hospital, medicamentos que no hay en el seguro social y que son caros, el colegio de los niños, la comida, no me alcanza”. Solo uno de los medicamentos de Elvin cuesta 1.600 lempiras y dura apenas una semana.
Tampoco pueden permitirse contratar a una persona que cuide de Elvin y de los niños pequeños (tienen otra hija de seis años que está con una hermana), así que ha sido el hijo mayor el que ha asumido las riendas de la casa. Cuida de su padre mientras su madre está trabajando, le lleva a las terapias, le hace la comida, atiende a sus hermanos cuando llegan del colegio. Debido a esta circunstancia, el joven estudiaba en un turno de fin de semana. Estaba cursando informática, pero ha tenido que dejarlo todo de la noche a la mañana, cuando la mara empezó a molestarle. “Del accidente para acá mi vida era atareada”, comienza el joven, cuyo nombre y rostro deben permanecer en el anonimato.
“Un día se me acercaron unas personas y me empezaron a hablar, decían que anduviera con ellos. Yo los miraba raro, hasta que un día, cuando regresaba a mi casa, me encontré con esas mismas personas que estaban realizando un asalto. Me detuvieron y me dijeron: bueno, a vos ya te hemos visto durante mucho tiempo, ya es hora de que te nos unas. Yo me quedé asustado, porque vi que iban armados y me amenazaron, si no hacía lo que me decían me asesinaban. Yo no sabía qué hacer. Me obligaron a hacer un asalto, pusieron en mi mano un arma, tipo chimba (casera). Luego salieron corriendo y dijeron que después me iban a buscar”, explica.
“Pasé una noche horrible, no le dije nada a mi mamá. Luego pasaron dos días, iba con un vecino a jugar pelota y al llegar al campo me encontré de nuevo con las mismas personas, me preguntaron por el arma. Yo estaba asustado y desesperado, me fui para la casa a por el arma, habían agarrado a mi vecino como rehén. Pero cuando llegué a casa el tubo no estaba, le pregunté a mi mamá por él y me dijo que lo había tirado”. Fue entonces cuando el hijo se derrumbó y le contó todo a su madre. “Los nervios se me fueron”, reconoce el joven.
“Ella quería platicar con los hombres y armar un pleito, yo la detuve porque me daba miedo que le hicieran algo”. Finalmente, el chico recuperó el arma y fue al encuentro de los mareros que tenían retenido a su amigo. “Entregué el tubo y el hermano mayor de mi amigo fue a buscarnos. Nos dijo que nos fuéramos a la casa y ellos, al ver a una persona que nos estaba hablando sin rodeos, no tuvieron más remedio que dejarnos ir. Si no nos hubiera ido a buscar, esa noche seguro que nos hubiera ido mal”, señala, cabizbajo. En este momento del relato, su hermano pequeño, tumbado junto a él en la cama, se tapa los oídos.
Este episodio, ocurrido apenas dos semanas atrás, ha dejado al joven marcado. “Cuando entregué el arma me dijeron que me iban a seguir buscando. Si hablaba o decía algo, me iban a asesinar. Estos días he estado estresado, angustiado, porque me han contado que todavía hay personas apareciéndose por la casa y no sé qué hacer, sinceramente”. Es por ello que su madre no lo dudó. Agarró a su familia, llamó a Brenda y el ERIC-SJ les ubicó, temporalmente, en esta habitación de hotel. “Cuando nuestro hijo regresó a casa, esa noche no pudimos dormir pensando en que podían venir a por él. Incluso mi esposo sentía que tocaban las puertas, las ventanas de la casa”.
Asilo Recientemente, su caso ha pasado un programa de ACNUR para iniciar los trámites de asilo. “Por la seguridad de la familia, quizá lo mejor sea irnos del país”, reconoce Élida Maribel, quien sigue acudiendo cada día a su trabajo. “Tengo temor de que alguien me esté vigilando en las entradas y salidas del trabajo, todo lo hago con temor, no me siento libre”.
La amenaza de la mara ha tenido lugar al mismo tiempo que un éxodo de hondureños recorría México huyendo de la violencia y la pobreza. “Irse del país no nace de un querer, sino de una necesidad. En mi caso es por amenazas, pero también es por la pobreza. Uno se da una vuelta por las calles acá y ve la desesperación en el rostro de la gente”, reflexiona.
Elvin, por su parte, sigue sin asimilar la situación en la que se encuentra su familia y se siente impotente. “Yo siempre era el que daba la cara por mi familia, nunca pensé que esa rutina se iba a romper de la peor forma. Ahora me siento impotente, estar atravesando esta situación y no poder dar la cara por mi familia, no puedo ser el que sale a dar el pecho, todavía no lo termino de asimilar, ni el disparo ni las amenazas que le están haciendo a mi hijo”.
Viaje al origen. Unas 7.600 personas son expulsadas de Honduras cada mes debido a la pobreza y la violencia. Tras caminar junto a la caravana migrante que se encuentra en estos momentos en México, DNA viaja al país centroamericano de la mano de la ONG vasca Alboan para conocer la realidad de este país de 8,5 millones de habitantes.