los episodios que suelen ser considerados como “históricos” tienden a echar mano de la terminología épica, de la exageración, del todo o nada enarbolado por las partes implicadas. En este contexto está viviendo la sociedad catalana, sobre la que han llovido las consignas rotundas y los pronunciamientos apocalípticos. Las formaciones independentistas, sobre las que está cayendo un inclemente castigo mediático, se vieron obligadas a apelar a esa terminología heroica para apuntalar sus derechos que, en pura teoría y práctica democrática, están avalados por los votos. La consigna que en septiembre fue referéndum o referéndum, pasó después a ser Puigdemont o Puigdemont. Luego, bajando a la realidad, nos hemos encontrado con que la soflama queda degradada por la ley del más fuerte, por el maldito derecho de pernada de los poderes del Estado y por los errores garrafales propios.

Transcurrido ya más de un mes desde que los votos dieron mayoría absoluta parlamentaria a los partidos independentistas, las cosas han cambiado, ya lo creo que han cambiado. No ha sido ninguna sorpresa que haya seguido cabalgando la Justicia española repartiendo mandobles contra cualquier forma de continuidad del procés, ni que el Estado haya seguido cerrando todas las puertas al diálogo, ni que el frente mediático haya seguido bramando contra la soberanía catalana. A fin de cuentas, las elecciones del 21 de diciembre convocadas por Mariano Rajoy no dieron el resultado previsto, así que no quedaba otra que seguir con el zurriago. Pero las circunstancias y, sobre todo, la sensación de enquistamiento que impide superar la condena del 155, comienza a abrir una nueva vía de ataque: el independentismo catalán se cuartea y los esfuerzos deben centrarse en escarbar en esa herida.

La realidad es que la inesperada victoria de JxCat el 21 de diciembre supuso una gran decepción para Esquerra Republicana, elevada por todas las encuestas al liderazgo del independentismo y, quizá, hasta del total de Catalunya. No fue así, y la mayoría del electorado decidió que el exiliado Puigdemont siguiera siendo president. También la realidad constató desde un primer momento la enorme dificultad jurídica que suponía esa designación.

El equilibrio del pacto parlamentario obligó al mayoritario JxCat a ceder la presidencia del Parlament a Roger Torrent, de Esquerra, necesariamente presionado para mantener el tipo y reconocer a Puigdemont como único candidato a ser investido president. Hasta ahí, todos de acuerdo y adelante, hasta tocar pared. Y Torrent tocó pared, chocó con ella, al conocer el acuerdo del Tribunal Constitucional: no puede celebrarse un pleno de investidura si el candidato no está presente. Puigdemont en carne y hueso defendiendo su programa en un Parlament cercado por tierra, mar, aire y alcantarillas para impedir su presencia.

El aplazamiento del pleno de investidura no gustó a Puigdemont, que en sus inagotables tuits dejaba el aviso a navegantes: “No hay otro candidato ni otra combinación aritmética posible”. O sea, seguía en pie el Puigdemont o Puigdemont. Mientras tanto, las cañas se volvían lanzas, las bases de JxCat y la CUP acusaban de traición a Roger Torrent y a Esquerra, en giro hacia la cordura para quitarse de encima al 155 y restablecer las instituciones catalanas. Abierta la crisis, la madame televisiva de lo rosa y amarillo comadrea el robado de los WhatsApp del candidato exiliado enviados a su compañero de fuga y diputado de ERC Toni Comín:

“Tornem a viure els últims dies de la Catalunya republicana?”.

“El pla Moncloa triomfa. Només espero que sigui veritat que gràcies a això poden sortir de la presó tots. Perquè sinó, el ridícul històric és històric?”.

“Suposo que tens clar que aixó s’ha acabat. Els nostres ens han sacrificat, almenys a mi. Vosaltres sereu consellers (espero i desitjo) però jo ja estic sacrificat tal com suggeria Tardá”.

“No sé el que em queda de vida (espero que molta!). Pero la dedicaré a posar en ordre aquests dos anys i a protegir la meva reputació. M’han fet molt de mal, amb calúmnies, rumors, mentides, que he aguantat per un objetiu comú. Aixó ara ha caducat i em tocarà dedicar la meva vida en la defensa propia”.

Carles Puigdemont tira la toalla, y el nacionalismo español ruge victorioso. Fue épico mientras duró, fue un reto heroico para unos, patético para otros, pero sin más consecuencias que el suspense y el bucle infinito. Puigdemont no será president, y no solo se lo impedirá el acoso político, jurídico y penal del Estado español, sino la necesidad que tiene Catalunya de apelar a la racionalidad, al posibilismo y a la necesidad de gobernarse por sí misma.