a pesar de la conmoción producida por la llegada de Donald Trump a la presidencia estadounidense, no representa una revolución ni una involución de las bases democráticas de los Estados Unidos. De momento, es tan solo el revulsivo que buena parte de la sociedad y las prácticas de la política del país reclamaban.

Las reacciones de protesta que llenan nuestras pantallas de televisión y los comentarios de la prensa establecida norteamericana, no reflejan la actitud de la mayoría del país ante Trump, aunque tienen gran eco internacional porque los grandes centros urbanos, especialmente Washington y Nueva York, ejercen prácticamente un monopolio informativo y su contenido es casi lo único que se recoge fuera de EEUU.

Basta con recordar que las ciudades de Nueva York y Washington votaron en casi un 80% y en más del 93% respectivamente en favor de Hillary Clinton el pasado mes de noviembre.

Hasta cierto punto, la presidencia de Trump tiene un paralelismo con la culminación napoleónica de la Revolución Francesa: revisa una situación que se prolongaba a pesar de que cada vez se distanciaba más, sin percatarse de ello, de la realidad social del país y del juego de fuerzas internacionales

Uno de los mayores problemas de los grandes imperios, desde los de los albores de la Historia hasta hoy en día ha sido que el control de los espacios dominados requiere una dosis de inmovilismo administrativo, pero al mismo tiempo que la necesidad de dar más o menos seguridad a este espacio genera un dinamismo social y demográfico absolutamente incompatible con la esclerosis político-administrativa en que prospera el poder central.

Este desafío lo afrontó EEUU con bastante fortuna hasta finales del siglo XX gracias al pragmatismo de sus dirigentes y al sano activismo de sus habitantes, habituados a pensar en el presente y el futuro en vez de regodearse en llantos por las glorias o injurias de un pasado más que extinto.

Pero el ser la primera potencia del mundo a lo largo de tres generaciones le obligó a formar un cuerpo de administradores en los puntos neurálgicos de la nación. Desde los generales hasta los congresistas, pasando por los gobernantes todas las estructuras se dotaron de unos aparatos auxiliares que han ido anquilosando poco a poco las respectivas instituciones. Y si esto es tan alarmante como irremediable, el problema consiguiente se ha ido agravando por la coincidencia cronológica de un cambio social que podríamos llamar “anti estadounidense”: la mentalidad del pueblo pasaba progresivamente del activismo individualista a la pasividad de la ciudadanía-masa. Cada vez había menos norteamericanos que hacían de su capa un sayo para salir adelante y eran más los que esperaban que el estado-nodriza les diera trabajo, salud y retiro.

Nadie ha dicho en los últimos tiempos cómo se puede invertir este proceso en los EEUU, pero los resultados de los comicios del pasado mes de noviembre gritaron a los cuatro vientos “¡Basta!”, que el país quiere un cambio profundo. Donald Trump, con su lenguaje de sal gorda y el primitivismo de sus presuntas soluciones, ha ofrecido lo que a muchos les parece un remedio.

Así puede entenderse su orden de que, por cada nueva normativa se han de anular dos de las existentes, algo que produjo entusiasmo entre empresarios grandes y pequeños: la carga administrativa de las farragosas normas que los burócratas han ido imponiendo en las últimas décadas cuestan a cada empresa entre 11 y 21 mil dólares anuales.

Otro tanto puede decirse de la polémica y confusa orden de congelar la inmigración de algunos países árabes: las protestas de los diplomáticos y los expertos en política internacional están muy lejos del sentir popular, preocupado por el terrorismo. Así lo demuestra la última encuesta de este jueves, según la cual el 52% de los norteamericanos está de acuerdo con la medida.

La lista de provocaciones y de propuestas simplistas es larga, pero tal vez impulsen a la sociedad para que surjan ideas y fórmulas más sensatas, capaces de abrir nuevos horizontes y pulverizar viejos anquilosamientos. Pero hasta que esto suceda -si es que sucede- asistiremos a más pataletas desde Washington, la Torre Trump de Nueva York, o la Casa Blanca del Sur, es decir, Mar-a-Lago, el campo de golf de Florida donde Trump tiene su segunda residencia.