Esta semana se han cumplido diez años desde que el juez Del Olmo ordenase el cierre de Egunkaria y embargara sus bienes. Con el cierre vino la detención de sus responsables y el enjuiciamiento de cinco de ellos. También vinieron las torturas. El atropello se prolongó durante años. Las consecuencias más graves fueron el quebranto de la dignidad y los derechos básicos de los detenidos, así como una gravísima vulneración de la libertad de prensa y un atentado a la libertad de empresa. Porque el medio de comunicación, la empresa, dejó de existir como consecuencia de aquella decisión judicial. Aún hoy sigue abierta una pieza, -económica-, desgajada del sumario inicial.
Años después, en 2010, el juez Gómez Bermúdez dictó sentencia absolutoria; pero no se limitó a eso. Descalificó de manera contundente la actuación de la Guardia Civil y la del juez instructor. Consideró verosímiles las denuncias de torturas de algunos de los detenidos. Un Estado que se dice democrático y a cuyos máximos responsables se les llena la boca con todo tipo de fórmulas grandilocuentes en las que figura la expresión "Estado de derecho" debiera, como se dice popularmente, "hacérselo mirar". Pero eso no ha ocurrido ni, seguramente, ocurrirá.
Diez años después, todo aquello parece superado y, para muchos, completamente olvidado. Las preocupaciones hoy son otras. La crisis y el paro que ocasiona, junto con la corrupción, han desplazado al resto de asuntos de la agenda pública casi por completo. Y, sin embargo, una tela de araña lo relaciona todo. La transición española configuró un sistema político que ha generado una relación en extremo insana entre los dos partidos españoles mayoritarios y las instituciones que debían haber ejercido la función de control. El sistema judicial, entre otras instancias, depende en grado sumo de los designios de los gobernantes de turno, y aunque hay jueces que desempeñan su función como corresponde, otros han estado y están al servicio de quienes mandan o, en ciertos casos, al de quienes han mandado o van a mandar. La consecuencia de eso ha sido la impunidad, porque la corrupción no ha sido perseguida debidamente.
En el fondo, lo que ocurrió con Egunkaria fue también consecuencia de ese estado de cosas. Ciertos jueces han actuado de forma concertada con el poder político y los cuerpos de seguridad del Estado, dejando a un lado la independencia de criterio y principios básicos del derecho. La lectura de la sentencia que dictó Gómez Bermúdez deja lugar a pocas dudas en cuanto a la calificación que merece la tarea desempeñada por su compañero Del Olmo. Pero, como en el caso de los políticos corruptos, tampoco aquí tienen ninguna consecuencia las decisiones tomadas. Sus actuaciones, aunque hayan causado un mal tremendo, han quedado impunes.
En ambos casos nos encontramos con un poder político que carece de los límites y controles adecuados. Y de la ausencia de control efectivo se deriva la impunidad. Tanto la corrupción ligada a la actividad de determinados sectores económicos, como la utilización de la Justicia al servicio del poder político son la manifestación y, a la vez, la consecuencia de un funcionamiento de las instituciones impropio de un verdadero estado de derecho. Por ello, el sistema debiera reformarse para que, por un lado independice la acción de la Justicia del poder político y, por el otro, dé más poder a los ciudadanos, haciendo a los cargos electos responsables de sus actuaciones ante aquéllos.
El problema es que esa reforma la debieran hacer los mismos que se benefician del actual estado de cosas, por lo que difícilmente estarán por la labor. Al fin y al cabo, les ocurre lo que a la rana: nunca dará su permiso para vaciar el agua de su charca.