EN las últimas semanas todos coinciden en afirmar que la situación económica por la que atravesamos es muy mala. Las previsiones de ingresos que han aprobado las administraciones públicas vascas dibujan un panorama de estrecheces presupuestarias para el año que viene como no recordábamos. Y esas previsiones se basan en los informes que diferentes gabinetes de estudios y agencias realizan de cara a confeccionar planes y cuentas para el próximo año.
Con el mercado español bajo mínimos, las economías del norte de Europa dando muestras de debilidad y la amenaza de los potenciales efectos negativos del llamado abismo fiscal norteamericano no es fácil sustraerse al clima general de pesimismo y agonía. Ese clima induce una fuerte retracción de la gente a la hora de gastar y eso, unido a la reducción del gasto y la inversión de las administraciones, provoca una fuerte reducción de la actividad económica en nuestro entorno. Se desencadena así un proceso que se retroalimenta de forma negativa, un círculo vicioso que conduce a niveles cada vez menores de recaudación, con las consecuencias que ello trae consigo.
En ese fenómeno hay mucho de irracional. La psicología juega un papel determinante en el círculo vicioso y entran en juego peligrosos elementos emocionales. Es, por cierto, el fenómeno opuesto al que ocurre en las épocas de bonanza, cuando los mismos factores emocionales conducen a adoptar hábitos de consumo y decisiones de gasto extravagantes, decisiones para las que bastantes recurren a préstamos en condiciones de riesgo, con consecuencias potencialmente nefastas más adelante.
Lo normal es que en periodos de expansión económica el optimismo lo contagie todo, no solo las decisiones de gasto de administraciones, empresas, familias y personas, sino las mismas previsiones económicas para ejercicios próximos. Cuando en ese contexto las previsiones empeoran, se suele hablar como mucho de desaceleración, no de crecimiento negativo o recesión. Y ya hemos visto que esas desaceleraciones pueden convertirse en verdaderos desplomes.
Y sospecho que lo contrario también ocurre. En tiempo de tribulación y penalidades, a duras penas son positivas las previsiones. Y, sin embargo, cuando menos se espera, empiezan a aparecer aquí y allá signos de que las cosas están cambiando en un tiempo relativamente breve, lo que era un negro panorama empieza a clarear. Me pueden llamar iluso, sí, pero la base de lo que sostengo es igual de racional o irracional que la de muchas previsiones económicas. Al fin y al cabo, como dijo el gran físico danés Niels Bohr, "hacer predicciones es muy difícil, sobre todo si son sobre el futuro".
Para terminar esta reflexión, voy a traer aquí unas palabras de mi admirado Karl Popper, el teórico de la sociedad abierta; procuro tenerlas presentes cuando solo vemos nubarrones en el horizonte: "Un importante principio sostiene que tenemos el deber de seguir siendo optimistas. [?] El futuro está abierto. No está predeterminado y no se puede predecir, salvo accidentalmente. Las posibilidades que encierra el futuro son infinitas. Cuando digo tenéis el deber de seguir siendo optimistas, no solo incluyo en ello la naturaleza abierta del futuro, sino también aquello con lo que todos nosotros contribuimos a él con todo lo que hacemos: todos somos responsables de lo que el futuro nos depare. Por tanto, nuestro deber no es profetizar el mal, sino más bien luchar por un mundo mejor".