MI promedio de las últimas dos semanas me hace pensar que podría llegar a Jerusalén más o menos cuando el Tren de Alta Velocidad llegue a la estación de Pamplona, esto es, una preciosa mañana de la primavera del 2032. 91 kilómetros en 14 días. Y es que todos los problemas de salud que no había tenido hasta la fecha se han agolpado todos juntos y a la vez. Nada más llegar a Trieste, visita a Urgencias y siete días de reposo total en la ciudad italiana. Parecía que el tema iba bien, pero ya en la primera etapa tras Trieste, la que me llevaba al pueblo esloveno de Kozina para entrar en los Balcanes, pude comprobar que lo del dedo puede acabar siendo más serio de lo que pensaba, así que mi entrada en la región fue más lenta de lo normal para no forzar el meñique.

A ello tuve que sumar que la llegada a Obrov, en medio de los impresionantes bosques eslovenos, la realicé en medio de la tormenta del verano y con un descenso de temperaturas en menos de tres horas de casi 20 grados, algo que estoy pagando ahora con un nuevo reposo obligado de tres días debido a una inesperada gripe que me tiene parado en la bahía de Bakar, ya en Croacia, y con unas previsiones de tiempo para los próximos días de agua, agua y más agua a lo largo de la costa adriática, que será mi lugar de destino durante los próximos veinte días.

A pesar de todo, que entraba dentro de la lógica después de cinco meses y medio de travesía, la llegada a los Balcanes me ha permitido, después del verano italiano, poder empezar a dormir en condiciones a las noches, algo que se agradece. Y mucho. En el corto paso por Eslovenia, no más de 40 kilómetros, pude comprobar el motivo por el que se le conoce como el país de los bosques y a un pueblo sorprendentemente avanzado a pesar de todo lo que ha pasado en los últimos años.

Algo que es más palpable cuando se entra en Croacia, especialmente a mi llegada a Rijeka, en donde, a pesar de que ya han pasado más de quince años desde que acabara aquella barbaridad permitida por todos de la guerra de los Balcanes, todavía se pueden comprobar en multitud de casas los restos de la metralla de aquel vergonzoso episodio en el corazón de Europa a puertas del siglo XXI. A pesar de no haber sido una de las zonas más sacudidas de la contienda, Rijeka mantiene viva en la memoria los restos de la tragedia.

Y para acabar de rematar dos semanas algo atípicas, lo que no me había ocurrido en 2.987 kilómetros desde mi salida de Finisterre me sucedió en seis kilómetros a mi entrada en Croacia y por cuadriplicado. Cuatro veces, cuatro, me pararon patrullas de la policía, una eslovena y tres croatas, para pedirme la documentación y explicaciones de adónde iba mientras caminaba por la carretera. Afortunadamente, la explicación del proyecto en lengua croata sirvió en todas las ocasiones para que los agentes de la ley, el orden y esas cosas me dieran el visto bueno e incluso me desearan suerte para lo que resta de andadura. Todavía más de la mitad, si el cuerpo y el meñique no lo impiden.