Vitoria. Las fiestas no tienen edad. Surgen en un pasado que a menudo hay que recordar, se viven en el presente como si no hubiera un mañana y perviven gracias a nuevas generaciones que retoman aquello que les enseñaron sus progenitores. Esa época donde las tradiciones se graban a fuego, o en este caso a golpe de tuntún, es el momento en el que la tamborrada txiki marca el paso. Un centenar de niños que no superan los 15 años conformó ayer esta comitiva que involucra a los más pequeños en los festejos de San Prudencio, enorgullece a sus padres y asegura el futuro de esta tradición.

Ander Iturburu y Julen Aperribay son dos de estos jóvenes tamborileros. En su caso, ya acumulaban la experiencia de tres y dos tamborradas, respectivamente. “Me animé a salir porque unos amigos ya participaban”, contó Ander, quien aseguró que lo más difícil del acto es que, al final, el tambor -en su caso, un bombo- se hace pesado. “Pero repetiremos cuando seamos mayores seguro”, confirmaron ambos al unísono poco antes de que la comitiva partiera de la torre de Doña Otxanda.

La cita era a las seis de la tarde, aunque los primeros compases se hicieron esperar unos diez minutos en la plaza de la Provincia, que en un principio se llenó hasta la mitad -en la zona protegida por la sombra- pero poco a poco se abarrotó a pesar del sol. La buena meteorología y el macropuente de este año tuvieron mucho que ver en la dimensión de la comitiva, que habitualmente ronda los 150 niños y esta vez se quedó cerca del centenar. En la tamborrada de adultos de este año ocurrió algo parecido. “Este año ha habido menos chavales. Es una pena, pero cuando hace buen tiempo suele ocurrir. Pero es una decisión que depende de los padres. Si fuera por los niños, muchos más estarían hoy (por ayer) aquí”, comentó el presidente de la tamborrada, José Ramón Rodríguez.

Los más pequeños, en cualquier caso, repitieron la tamborrada que la noche anterior protagonizaron las sociedades gastronómicas. El repertorio, de hecho, es similar. Para ello se ensaya durante seis semanas, a partir de marzo, en el colegio San Viator, ante la atenta mirada del tambor mayor y en este caso responsable musical, José María Bastida Txapi: “Todos los años se renuevan los participantes y eso es algo bueno, aunque te obliga siempre a empezar de cero”. El consejo básico siempre es el mismo: no confundir aporrear el tambor con seguir el ritmo.

Con menos rigidez organizativa pero con la misma emotividad que sus compañeros adultos, los niños reivindicaron su lugar en los festejos en un acto que ya ha superado las tres décadas de vida. Su primera edición fue en 1979. Y ya no son simplemente un acto original y su copia diminuta, sino más bien de dos eventos íntimamente ligados. Porque uno asegura la continuidad del otro y viceversa.

la comitiva Esta muestra de cantera siempre triunfa entre las familias, que escoltaron a la comitiva durante su recorrido por el centro de la ciudad, a quien devolvieron la vida después de una jornada centrada en las campas de Armentia: el recorrido parte de la torre de Doña Otxanda, se para en la plaza de la Provincia y luego cruza la plaza de la Virgen Blanca hasta la Plaza de España para, al final, volver al escenario situado frente a la sede foral. Una mención especial mereció el cierre del desfile, donde una veintena de pequeños cocineros, guiados por el presidente de Boilur (la federación de sociedades gastronómicas de Álava), José Antonio Arberas, demostró un dominio tal de la música que les permitió saludar al respetable, arremeter contra un tambor ajeno o probar la sonoridad de sus propias cabezas. Daba igual. No pararon de provocar sonrisas entre el respetable.

Por una vez no había reglas sobre el ruido. Los padres alaveses hicieron la vista gorda porque ellos son los responsables de haber contagiado a sus hijos esta afición. Uno de ellos era el joven Claudio Rodríguez. Ayer preparaba la casaca del pequeño Daniel, de apenas cinco años, que desfilaba por tercera vez -ahí es nada- en la tamborrada infantil. “Le gusta mucho la música, le animamos a participar y siempre sale muy contento en la tamborrada”, contó el padre. En casos así resultan evidentes las condiciones innatas de los más pequeños para golpear tambores. Pero, si les pregunta qué es lo que más les gusta, entre lucir sus trajes, desfilar por la ciudad o ser el centro de atención de todas las cámaras, pequeños como Daniel lo tienen claro: “A mí lo que me gusta es darle al tambor”. Y así no sólo hacen ruido, también marcan el ritmo de la ciudad. Y su futuro.