resiste el recuerdo de la República. Hoy, ochenta años ya. Confieso que hace diez o hace cinco, en los últimos aniversarios redondos, estaba convencido de que la evocación se iría diluyendo hasta convertirse en un simple epígrafe de los libros escolares de Historia, un puñado de datos que memorizar sin emoción alguna como pasaporte para aprobar un examen. Me alegra que, de momento, haya sido posible burlar ese destino y que ocho décadas después, con la mayor parte de sus testigos y protagonistas ya ausentes, la mención de aquellos días siga moviendo algo -no sabría definirlo- en nuestras cabezas y en nuestros corazones.

No me engaño ni me dejo llevar por el sentimentalismo facilón. Sé que esa imagen casi idílica que ha resultado de destilados sucesivos en el alambique del tiempo se corresponde lo justo con lo que ocurrió verdaderamente entre el 14 de abril de 1931 y la promulgación del último parte de guerra de los vencedores. La realidad no fue tan maravillosa como luce en nuestra reconstrucción mental y en algunas revisiones edulcoradas que obvian los detalles incómodos. Hubo imprevisión, titubeos, arbitrariedades, un navajeo político equiparable al actual o superior y, por descontado, violencia. Pretender negarlo o pasarlo por alto porque nos estropea el ensueño nos sitúa a apenas medio metro de la última hornada de reescribidores del pasado -César Vidal, Pío Moa, Stanley Payne-, conjurados para ganar por segunda vez y por goleada de mentiras lo que para ellos sigue siendo una santa cruzada a la que se alistarían mañana.

Si no nos hacemos trampas cuando hablamos de memoria histórica, no tiene por qué asustarnos reconocer las (abundantes) imperfecciones que tuvo la República. El paso siguiente es asumirlas y, venciendo la tentación de justificarlas, incorporarlas con naturalidad al relato general.

El balance seguirá siendo favorable -y por mucho- a lo que quiso ser aquella época. De hecho, la herencia que debemos tomar los que nos reconocemos como sucesores del bando perdedor no es solamente lo que llegó a ocurrir, sino lo que se pretendía que ocurriera. Lo que nos han legado tanto quienes se quedaron en las cunetas como quienes han muerto hace dos días sin el debido reconocimiento es, en realidad, una deuda.

Nos corresponde seguir construyendo todo lo que aquellas mujeres y aquellos hombres apenas tuvieron tiempo de esbozar. Y es aquí donde sus errores se vuelven valiosos, porque conocerlos y, más importante, reconocerlos, nos ayudará a tratar de no cometerlos de nuevo.