Hace como siete u ocho años, después de aplazar media docena de veces una entrevista que iba a ser de alfombra roja, un agente de prensa de Iciar Bollaín me mandó, literalmente, a la mierda. Aquel tipo -llamado Alberto, creo recordar- me dijo que no había nada que explicar sobre las cancelaciones en el ultimísimo momento y que era mi problema si me había tenido que vestir tantas veces de lagarterana para llenar el cuarto de hora provocado por su ausencia. Antes del exabrupto final, me recordó que su representada tenía el derecho a no descolgar el teléfono si no le apetecía, aunque se hubiera comprometido a hacerlo. En ese mismo instante dejé de creer en el buen rollito que espolvoreaba la directora en sus películas y en sus declaraciones. Otra decepción más para el coleto. Una de las cosas malas de mi oficio es tener la posibilidad de acercarse un paso más que el común de los mortales a las personas que se admira.

Me ha vuelto a la cabeza la anécdota al leer el rapapolvo público que Bollaín se ha permitido echarle a Álex de la Iglesia por haber cometido el tremendo delito de escuchar a los que están al otro lado de la acera en el fárrago de la Ley Sinde. "Ha abierto una crisis innecesaria y muy dañina en el seno de la Academia", acusaba al bilbaíno, y añadía: "Estábamos a punto de hacer una gala muy bonita, todos metidos de lleno en los Goya, y de repente, este lío enorme". Ajustado autorretrato de la cineasta comprometida. Todo lo que le preocupaba de este asunto en el que tanto y tan importante hay en juego -el futuro de la relación entre creadores y disfrutadores de su trabajo- era que el sarao, esa función de fin de curso que de mayor quiere parecerse a la entrega de los Oscar, quedase lucido y resultón. Pues fale, que diría un personaje de Forges.

Bendita crisis, si es que es verdad, la que De la Iglesia ha podido provocar con su valiente paso al frente en una institución que lleva apestando a naftalina desde su nacimiento. Es muy curioso que muchísimos de los que quieren contarnos la realidad desde las pantallas vivan en una burbuja que se han hecho a medida. No caeré en la cantinela facilona de llamarlos "faranduleros de la ceja", pero debo reconocer que ayer me ruboricé al comprobar que coincidía casi letra por letra con lo que había escrito Alfonso Ussía -¡sí, él!- sobre el suntuoso lugar elegido por Penélope Cruz y Javier Bardem para el nacimiento de su hijo. Cuesta aceptar lecciones de ética de quienes se pueden pulir cien mil dólares tan alegremente.