loS gobiernos fantasean con que la realidad se cambia desde los boletines oficiales a golpe de decreto chachipiruli y happymaryflower. El español, que no es capaz de ponerle media pera al cuarto a los masters del universo que le dictan la política económica, se atreve sin embargo a parir artefactos legaloides que pretenden instaurar la justicia y la felicidad obligatorias entre sus administrados. Para dar apariencia de seriedad a estos brindis al sol, suele tirar de nombres borrachos de pompa y circunstancia. Ley Integral para la Igualdad de Trato y la No Discriminación es el que los bautistas monclovitas han dado a su penúltimo intento de alicatar hasta el techo de buenas intenciones el infierno. Muy resumido, su loable objetivo es que los bajitos fondones y de cara difícil de ver como el que escribe estas líneas seamos recibidos en sociedad cual si tuviéramos profundos ojos verdes, mentón con hoyuelo canalla y tabletita de chocolate circundando un ombligo que incite a pecar.

Ya quisiéramos, ya, pero me temo que quienes llegamos tarde al reparto de anatomías tendremos que seguir refugiados en la cínica resignación y desarrollando cualidades compensatorias para mantenernos, siquiera, en el filo del derecho de admisión. Los cantos a la belleza interior y de espíritu se quedan sin letra ni música ante un culo bien torneado o la turgencia de un par de tetas que respondan al canon. Pregúntenle a Susan Boyle, la no excesivamente favorecida finalista de la versión británica de Operación Triunfo de hace unos años, a ver si es cierto que la suerte de la fea la guapa la desea. A lo peor les escogorcia un tímpano de un gorgorito. Dénle a elegir entre su prodigiosa voz y el cuerpo de Rihanna, y verán cómo no se lo piensa.

Se pueden poner Zapatero y Leire Pajín todo lo estupendos que quieran, que no van a encontrar prodigio legislativo que mueva ni medio centímetro algo que forma parte de la esencia humana desde la misma noche de los tiempos. Entro en los dominios de mi vecino de tecleos Juan Ignacio Pérez, pero me temo que no estamos ante un comportamiento o un hábito social, sino en el terreno del instinto animal. Es cierto que a base de neuronas y de ordeñar la racionalidad que se supone que nos distingue hemos conseguido minimizar muchas de nuestras pulsiones primarias. Con esta, con la que nos empuja a discriminar a los ejemplares menos agraciados físicamente de la especie incluso siendo uno de ellos, hemos pinchado en hueso. Y no parece que ninguna ley lo pueda arreglar.