EL diario The Times, muy pagado de sí mismo, acaba de publicar un adelanto del libro The Grand Design, de Stephen Hawking y Leonard Mlodinow, en el que se sostiene que Dios no es el creador, que la física es suficiente para explicar el paso de la nada al ser, y que todo -incluidos el Réquiem de Mozart y La Primavera de Botticelli- surge de una reacción espontánea. Y por eso me pregunto yo, dejando para después a Hawking y Mlodinow, qué le ve de novedoso The Times al inminente best seller. Porque en la biblioteca de mi universidad debe haber dos mil libros que dan por supuesto que Dios no existe y que el Universo se creó a sí mismo, y porque en todo lo que dice The Times para provocar la curiosidad sobre el nuevo libro suenan los ecos de lo que ya avanzaron Demócrito (cc. 461-370 a. C.), Leucipo de Mileto (cc. 450-372 a. C.) y Lucrecio (cc. 99-56 a. C).

Demócrito, especialmente, ya hablaba de la eternidad de los átomos, y de la transición física -necesaria- del "no ser" al "ser". Y mucho se me antoja que, en términos de precisión conceptual, la expresión de Demócrito resulta más adecuada que el paso de la "nada" al "ser" que Hawking maneja con cierta frivolidad. Y también conviene recordar a J. Monod (1910-1976), que citando a Demócrito, y basándose en la biología, se adelantó cincuenta años a la tesis de Hawking.

La dialéctica entre creacionismo y azar acompaña a la cultura occidental desde sus cimientos, ya que incluso el Génesis se inclina por un Dios que organiza el caos material preexistente antes que por la creación ex nihilo. Y nadie debería olvidar que detrás de cualquier ateo auténtico -especie más escasa que el urogallo- siempre está implícita la idea de que, o el paso de la nada al ser fue puro azar y pura necesidad, o que la materia es eterna.

Y esa es la razón por la que, usando sólo mi formación de Letras, y sin discutirle a Hawking su teoría física y su derecho a prescindir de Dios, me permito proclamar que la teoría de Hawking ni es nueva ni va a ser la definitiva, y que no pasará más de una década antes de que The Grand Design sea considerado como otro craso y atrevido intento de invadir, desde las ciencias naturales, el campo de la metafísica.

La controversia entre ciencia y religión está, desde Kant, totalmente trasnochada, y sólo la sostienen los que, habiéndose entusiasmado con la Crítica de la razón pura, quedaron sin fuerzas para leer la Crítica de la razón práctica. Si las cosas no fuesen así -aunque muy pocos nos atrevamos a decirlas-, el propio Hawking se daría cuenta de que la explicación física del Universo en modo alguno presupone ni justifica la afirmación de que Dios no andaba por allí, y que su conclusión actual no tiene más lógica que la de un creyente que, por estar convencido de que Dios creó el mundo, afirmase también que la física o la biología no tienen nada que explicar.

Ni Agustín de Hipona, ni Anselmo de Canterbury, ni Descartes, ni Kant se atrevieron a usar un puente racional para unir a Dios con el mundo. E incluso Santo Tomás fue mucho más crítico con las pruebas de la existencia de Dios de lo que ahora es Hawking para hacer el camino inverso. Y es que, con todos los respetos para el físico inglés, creo que este tema no es abordable sin la doble formación -física y filosófica- que acompañaba a Teilhard de Chardin, Zubiri o Heisenberg; y que es el hecho de hipertrofiar el carácter científico de la física el que le hace creer a Hawking que una fórmula escrita en la pizarra es suficiente para echarle un pulso a toda la filosofía y a la idea de Dios.