Hace tiempo que descubrí que discutir por Whatssap no es una buena idea; pero hay días en los que se nos hace muy difícil evitarlo. Ayer fue uno de esos. Crucé unos mensajes con un buen amigo a cuenta de comprender cuáles habían sido las razones que llevaron a muchas personas a abstenerse en las elecciones municipales y forales del pasado 28-M. Teorías hay de todo tipo: desde quienes creen que la claridad con la que todas las encuestas predecían el resultado relajaron y desmovilizaron a los electores, hasta quienes sostienen que con la decisión de no votar se pretendía dar un toque de atención a quienes han tenido la responsabilidad de gestionar nuestros ayuntamientos. Probablemente habrá algo de ambas y quienes más han sufrido sus consecuencias tendrán que tomar nota.

Pero creo que la constante bajada de la participación responde a razones más estructurales que coyunturales y que tiene que ver con la evolución de nuestra sociedad y con las diferentes maneras que hemos tenido de concebir el voto. En la transición, el voto fue acogido con la ilusión de un derecho recuperado tras décadas en las que no se había podido ejercer. Más tarde, se asumió como una responsabilidad con la que había que cumplir, sin cuestionarlo demasiado. Y hoy, en un tiempo en el que la sociedad vive su época más individualista, donde cada acto parece exigir una contraprestación directa y donde buscamos rentabilizar cada una de nuestras acciones, a muchos les cuesta encontrar el sentido de acudir a un colegio para introducir una papeleta que difícilmente inclinará la balanza entre 1.000, 10.000 o 100.000 votos. Pero lo cierto es que son varios los municipios en los que el reparto de concejales o, incluso, la elección de la alcaldía ha dependido de muy pocas papeletas. Por eso, y más que un derecho, una responsabilidad o una obligación, el voto es una oportunidad. Una oportunidad de contribuir a dibujar una realidad política y de hacerlo como miembro de la sociedad en la que vives, que no es poco.