Hace no demasiadas semanas os confesé, no sin avergonzarme un poco, que siempre he sido un gran seguidor de los debates entre candidatos, pero debo reconocer que hay un formato político que me parece todavía mejor: los especiales de las noches electorales. La incertidumbre con las encuestas a pie de urna, en otro tiempo llamadas israelitas; la adrenalina al conocer los resultados a medida que avanza el escrutinio o las primeras valoraciones de los líderes políticos sólo pueden compararse con la emisión multipantalla de una última jornada de Liga, esa en la que se hace un seguimiento simultáneo de lo que sucede en los distintos campos donde hay algo en juego.

Pero la noche electoral suele coincidir con un momento realmente curioso. Un momento que marca una línea temporal que algunas formaciones utilizan para variar su discurso. Mientras en campaña se han referido a otros partidos en un sentido, ahora, una vez pasados los comicios, y siempre en función de sus intereses, lo hacen en otro totalmente opuesto. Siempre he pensado que el mayor valor en política es el de la honestidad y que conviene no tratar a los ciudadanos como idiotas, porque la gente es mucho más inteligente de lo que algunos quieren creer y lo normal es que antes o después terminen pillando a quienes dicen una cosa antes y otra totalmente diferente después de las elecciones.

Un buen ejemplo de esto que comento se da en Euskadi, con una izquierda abertzale que pedía el voto para frenar el modelo agotado de PNV y PSE, y que ahora, una vez finalizado el recuento, pretende que estos dos partidos, a los que lleva meses insultando, faciliten sus gobiernos mientras les invita a formar parte de eso a lo que ahora llaman mayoría progresista. Y, mira, no, todo no vale. No vale emplear argumentos a medida, como el de la lista más votada. Argumento que les vale no sólo en función del municipio, sino también en función del momento. Y si no, que pregunten en Durango.